Autora: Maria Lucía Rivera Meneses (13 años)

Aquel lugar estaba lleno de personas. Se apreciaban muchos rostros: mujeres, hombres, algunos pocos niños. Todos ellos reflejaban angustia y dolor. Cada uno quería ser escuchado. En la calle fría, con un poco de lluvia, que los rociaba levemente, se visualizaba una larga fila de personas que todavía no habían podido entrar a aquel sitio, con gente adentro. Había algunos empleados tomando tinto y con el escritorio vacío, mientras que los rostros de las personas afuera reflejaban las horas de estar esperando su llamado.

Aunque en realidad, la citación en el papel tenía una hora precisa, algunos de ellos, los de la fila, empezaban a quejarse e impacientar porque no los atendían puntualmente.

Esperanza pudo observar cada detalle sin descuidar nada de lo que sucedía a su alrededor. Un poco confundida, golpeada por su esposo, se sentía incómoda, no se había podido bañar por salir huyendo de su casa. Todo para salvar su vida…

No tenía sitio para llegar cuando saliera de ese lugar…  Sentía miedo y aún retumbaban en su mente las palabras, los insultos, golpes, que caían una y otra vez marcando su rostro y el cuerpo frágil, indefenso de la víctima, de la mujer. Recordó por un momento y se distrajo, olvidando lo que ocurría a su alrededor. Volvió a sentir a aquel hombre enfurecido, que una vez más la golpeaba, mientras ella suplicaba y rogaba que no la lastimara más. Lloraba desconsolada. Después de la paliza, con un trauma y sentimiento de culpa recordó, en medio de las lágrimas, que era aquél mismo hombre, que una vez la enamoró y le juró en un altar hacerla feliz toda la vida.

El rostro de Esperanza estaba ensangrentado. Sus facciones pálidas, sus mejillas hundidas, sus ojos se empezaban a apreciar hinchados y solo encontraba un motivo para aguantarse el dolor que sentía y era ser escuchada por el funcionario que se encontraba frente de ella en un escritorio, con sus dedos regordetes digitando un computador y sin el más mínimo de interés de querer llevar una conversación con la mujer.

Esperanza, quería entrar en detalle, el funcionario no la dejaba continuar, le quitaba la palabra.

– Deberías ser más precisa. –  Le dijo el hombre, mirándola por encima de los lentes que tenía puestos en su rostro y arrugando su frente en señal de enojo.

-Tienes que tener en cuenta que aquí se reciben cientos de casos como el tuyo y que tengo más mujeres esperando turno para entablar denuncias.

Esperanza sintió, de repente, un escalofrío en todo su cuerpo. Sabía que si la justicia no la protegía, si la llamaban a una audiencia para tratar de conciliar, como el funcionario indicaba, ella ya no saldría de la próxima paliza de su esposo.  Sintió sed, como si estuviera enfrentando una agonía de muerte.

– Tienes que tener en cuenta que no te puedes distraer, señora. – Dijo el hombre con una sonrisa que reflejaba el rostro de una persona dura de corazón-. Él estaba acostumbrado a escuchar y ver día a día a mujeres golpeadas que contaban las mismas historias. Entre lágrimas. Por esa razón, para él ya era aburrido y una rutina el relato de cada mujer.

– ¿Cómo se llama su cónyuge? – Julián, contestó la mujer.  – ¿Me puedes dar la medida de protección y la custodia de mis hijos? No tengo a donde ir y me preocupa que él termine acabando con mi vida ya que mis hijos están muy pequeños.

– Señora, usted ahora se va para su casa. Trate de hablar con su esposo. En la audiencia se define si es necesaria la medida de protección. Mi recomendación es que acudan a una terapia de pareja, acompañados de un psicólogo para que él pueda mejorar su trato hacia usted.  Dijo el hombre, mirándola fijamente a los ojos y sonriendo como si estuviera dando un discurso del cual se sintiera orgulloso y aplaudido.

Ella, al contrario, sintió machismo en sus palabras.

– Señor, tenga en cuenta que no es la primera vez que acudo a este lugar.  -He solicitado por varios meses una orden de desalojo de la vivienda porque ya no aguantó más los golpes de Julián. 

– El funcionario no prestó atención a las palabras de Esperanza, sino que siguió escribiendo en el computador.  Luego, imprimió unos papeles. Seguidamente, los dejó en el escritorio, junto a un esfero, indicando que firmara. La mujer se rehusó al principio y él, nuevamente, le recordó que detrás de ella había muchas mujeres que, como Esperanza, acudían a ese lugar a que las escucharan.

Esperanza seguía adolorida y estaba ahora agitada por la deriva en la que sentía su vida.  No tenía fuerzas para ir a otro sitio, así que decidió firmar. Cuando salió de aquel lugar, miró el papel: tres meses para una audiencia de conciliación, ¡era increíble! Tanto tiempo… para esto.

– ¡Que injusticia, a las mujeres no nos escuchan!, ¡no hay justicia aquí!  ¡Dios mío!, ¿ahora qué hago?  Armada de valentía, entró a un restaurante. Se lavó la cara, se peinó, compró algunos medicamentos para el dolor en una droguería, los tomó, se perfumó con un sobre de desodorante y caminó hacia el colegio de sus hijos.  Los recibió con todo el amor de una verdadera madre, abrazándoles y llenándoles de mimos y caricias a sus pequeños.

Ese mismo día, Esperanza entregó a su esposo, después de servirle la cena, delante de sus hijos, la citación para la audiencia. El hombre se enfureció, la golpeó fuertemente hasta dejarla sin sentido y sin poder defenderse, luego, la mató. 

Días después, encontraron su cuerpo desmembrado, debajo de unos árboles, cubierto de tierra. Los niños, con desconocidos, llorando la pérdida de su madre. Julián en la cárcel, donde se lastimaba en la soledad por haber matado a su esposa.

Lamentos, tristeza, soledad. Cuando ya era demasiado tarde, porque ella ya no oía, ni sentía, solo era su cuerpo semillas de aquellos árboles.