Por: Yarime Lobo Baute
Me hallaba allí, a media cuadra de la plaza Alfonso López, por la carrera 6, entre las calles 14 y 15. Observaba lo que hoy se conoce como Marquetería Picasso, la que fuera la casa de mis bisabuelos Francisco Baute y Martina Pavajeau Medina. Suspiro y tomo una bocanada de aire al ver la casa contigua, aquella donde viviera la última de sus hijos, la noble y elegante tía abuela Zenobia Baute de González, la madre de Maritza, Marina, Nohra Luz, José Luis y Hernán, este último quien fuera mi pediatra en mis primeros años y se parece tremendamente a mi primo hermano William Riaño Baute, casos y cosas de los genes.
Dejo de observar lo aparente esta vez para sentir, sentir con los ojos del alma, la veo entonces a ella, mi elegante y altiva bisabuela a quien en vida le dijeran Mamá Martina, me mira fijamente hasta cegarme y, ni corta ni perezosa, me toma de la mano con la autoridad propia de las Matronas para subirme al tren de los Buenos Tiempos, toma camino aquel tren raudo y veloz por la Carrilera del Retorno para llevarme a su tierra materna, la Tierra de Cantores, donde los acordeones saben llorar y reír. En un abrir y cerrar de ojos me hallaba en aquella Plaza de Fonseca, donde las calles que desembocan en ella son del ancho de las avenidas. Brisaba. Y la brisa traía consigo un ambiente de alegría, con aroma a dulce y sabor a fiesta. No era para menos, era como un reencuentro familiar, estaba retornando a la tierra de ella, mi bisabuela y daba para hacer un Festival rindiéndole tributo a las raíces familiares.
Me subo a la tarima de esa Tierra de Cantores para ver en perspectiva, dado mi innegable metro sesenta, y de repente la veo a ella, una grácil mujer que con destreza y frescura se desplaza en una bicicleta a pie descalzo, al otro extremo un joven conduciendo un camión cargado de ganado en forma lenta, estaba como embelesado, no le quitaba la mirada de encima a aquella figura femenina que con gracia y soltura se desplazaba en su vehículo de dos llantas, parecía enamorado, atrapado en el embrujo de tal sentimiento no hacía más que mirarla de abajo hacia arriba como si quisiera caerle rendido a sus pies. Aquella jovencita se llamaba Rosalía y aquel joven conductor se llamaba José Guillermo al que apodaban Pepe Castro. Prendado quedó aquel muchacho, quien resultó ser un osado emprendedor, comerciante de ganado cuya ruta de negocios habitual era entre Valledupar (Cesar) y Maracaibo (Venezuela), no escatimó en hacer de ese trayecto una parada obligada en Fonseca (Guajira), con un propósito y misión: saber quién era ella, la jovencita de pies descalzos que conducía la bicicleta. No pasó mucho tiempo cuando ya estaba ese mozo entrón sentado con los padres de aquella damisela, Don Juan Manuel Daza Vidal y Doña Carmela García Gómez, quienes, entre conversa y conversa, hallaron amistades comunes, dentro de las que se cuenta Tere Castro, la que fuera hermana de Pepe y amiga del Colegio La Sagrada Familia de Rosalía, estas conexiones extendieron lazos de confianza y familiaridad que dieron para abrirles las puertas de su casa de par en par.
La suerte estaba echada, el zagal Pepe se propuso entre ceja y ceja conquistar el amor de aquella muchacha de quien se enamorara, de abajo para arriba a primera vista, la belleza de esos pies descalzos que de primera lo prendaron lo retaron a experimentar tres meses intensos de conquista y enamoramiento, en los que, como buen gallo de gallera, enfrentó y espantó a más de un enamorado que buscaba el mismo fin: cautivar el corazón de aquella damisela de tez blanca y mirada de matices aceituna.
Como buen vallenato de verdad no dudó en detenerse una y otra vez en Fonseca, no le tuvo miedo a los cuentos ni a na’ para cautivar el corazón de Rosalía. Su espíritu avasallador, su carisma y temperamento le permitieron lograr su cometido al que contento no dudó en presentarse raudo y veloz con una autoridad de respaldo, que a la falta inevitable de su padre (q.e.p.d), lo hizo con sus tíos Mingo Castro Trespalacios y Aníbal Castro Monsalvo, quienes haciendo las veces de garantes le acompañaron a pedir la mano de Rosalía a sus progenitores. Ese momento casual de verla en aquella bicicleta se terminó convirtiendo en la causa de que Rosalía saliera de Fonseca a ocupar aquella casa que le dieran sus padres en Valledupar como regalo y bendición de iniciación al matrimonio que convertían a José Guillermo y Rosalía, esta vez en el marido y a ella en su mujer.
Cierro mis ojos cual si fuesen estos los motores de la Locomotora de los Buenos Tiempos. Los abro y esta vez me encuentro en la mitad de la Calle Grande de Valledupar, estoy entre las carreras 10 y 11. Mirando en diagonal se hallan dos edificaciones, aquella que lleva el nombre de esa grandiosa mujer que apodaron “La Loperena” cuyo nombre es María Concepción Loperena Fernández de Castro, ancestro originario del joven Pepe Castro y en el otro costado la de ella, la Casa de Rosalía, la joven Rosalía Daza García, a quien de cariño apodaban de tres maneras: Ía, Chalí y Chalía. Era la vivienda que le dieran sus padres como regalo y espaldarazo de bendición a su matrimonio celebrado un 4 de septiembre de 1950 con el intrépido y aguerrido lozano llamado José Guillermo Castro Castro.
Me decido a entrar a ese espacio, mientras tomo el andén para desplazarme con más tranquilidad. Esta sensación se intensifica al sentir un aroma intenso a rosas, la tranquilidad pronto toma el matiz de apacible y dulce. Toco a la puerta y allí está ella, Rosalía quien me sonríe placida y amorosa, viste una hermosa bata bordada que cubre su pijama. Es muy temprano, son menos de las seis, aun así me invita a seguir a ese espacio que engalana una hermosa sala traída de la Capital, diseñada por un hombre reconocido como experto al que nombran William Piedrahita, levanto la mirada y me encuentro con su viva estampa retratada por un maravilloso artista originario de ese Pueblo al que llaman Bello, una magnífica obra del mejor de los artistas que haya parido la tierra de Zazare, le dicen Willy Ramos quien hábilmente capturara en sus trazos el espíritu de esta mujer que señorea los espacios de esa casa de esquina enclavada en el Valle del Cacique Upar.
No tardé mucho en descubrir que ya Pepe, su marido no sólo era ganadero emprendedor, era un hombre de visión Liberal que ya había sido Alcalde, Congresista y Gobernador, y es que el tiempo ha pasado; ya no son aquellos jóvenes que se enamoraron en Fonseca. Prueba de ellos es que en la casa habían cuatro muchachitos reflejo fiel de la mezcla de los dos: Guillermo, Celso, Josefina y Juan Manuel, quienes le daban vida y sentido a esa casa cargada de aromas que hacían palpar en cada rincón la presencia de Rosalía, mujer de espíritu amiguero, solidario y querendón, a quien no le parecía atrevido el que me presentase bien temprano.
Pronto supe el motivo y la razón, y es que desde las seis de la mañana comenzaba la llegada de una procesión de gente que no cesaba, desfilaban amigos, parientes, primos, compadres, trabajadores de la finca, políticos, indígenas provenientes de la Sierra, niños y mujeres quienes no tenían horario de llegada. Rosalía, simple y sencillamente, les recibía en su casa con las puertas abiertas, les hacía sentir a propios y extraños que esas puertas tenían vida propia. Eran sus brazos amigueros y su regazo maternal quienes les daba la bienvenida a su mundo personal, ese que revelaba en los ambientes del interior de la casa su carácter dulce, sabio, buena gente, inteligente, consentidor, generoso y querendón.
Me senté a un costado del corredor de la entrada, se podía ver el enorme patio embaldosado a donde iban a parar toda la romería de gente, también se hacían reuniones propias de la condición de Pepe: Político, escritor, ganadero y agricultor. No demora Rosalía en brindarme un delicioso café preparado por ella misma. Se presenta con una bandeja que contiene tres pocillos: el que me brinda, el de ella y el de su amado Pepe. Una vez entregado mi café se retira a un espacio especial donde degusta su café mañanero en compañía de José Guillermo, era una costumbre que se convirtió en ritual.
Mientras espero que sean las 6:00a.m., reparo una habitación contigua. Era la de Josefina, su única hija; allí nació y creció esa hermosa niña cuyo empaque es el reflejo de Rosalía, pero con la mirada luminosa de José Guillermo. Nueve fueron los años que de tiempo completo Josefina en esa casa duró, pues después la misma Rosalía llorando a mares la llevase y dejase en aquel Colegio de la capital propiedad de un Cardenal de apellido Pacceli para que tuviera una excelente formación, recalcándole al dejarla el no olvidar mil y una costumbre de su tierra entre tantas aprendidas, empezando con que al lavarse la manos echase la cutícula para atrás y después de esto muchas otras más que impactarían e impregnarían la vida de su niñita a la que apodó con cariño Fina.
Ya son las seis, la puerta de entrada comienza a sonar. Son los toques de la gente que piden con insistencia, les permitan entrar. Las puertas se abren y en efecto entran parientes, entran amigos, entran compadres, trabajadores de la finca, políticos, entran indígenas provenientes de la Sierra, entre ellos el gran amigo de Pepe. Cada vez que llega y da su apoyo incondicional en su labor como hermano mayor y líder espiritual, lo llaman Julio y se apellida Izquierdo. Las personas venían a la casa buscándolo a él muchas veces. Chali es receptiva. También llegan niños, algunos huérfanos de madre, que viven en las fincas y llegan mujeres, muchas, muchas mujeres que, sin distingo de raza, estrato, edad, creencia o religión, llegan porque saben que en Chalía hallarán cobijo y protección. Es un festín de entra y sale, salen y entran y viceversa y en todas las entradas y salidas Rosalía con la más amable, dulce y tierna de las sonrisas.
Allí Chalía atendiendo al uno, respaldando al otro, abrazando a la una, fortaleciendo a la otra, criando al uno, ayudando al otro. Rosalía ahí, siempre allí. Haciendo de las puertas de su casa unos brazos que abrazan sin reparo; impregnando ese aroma de rosas, esperanza y redención a todo aquel que llega, se va y retorna por un poco más de su unción.
Ya caía la tarde, se hacía apacible y tranquila, se avistaba la visita rápida y casual de colibríes que revoloteaban por los jardines de la casa, se apreciaba la figura de Chalí esta vez en una mecedora, sonriente y satisfecha sostenía una tela que bordaba con paciencia en una técnica que le llaman punto en cruz; rodeada de mujeres a quien Rosalía les aventajaba ampliamente la edad. A unas de una década, otras de a dos y tres décadas de distancia. Sus nombres revolotean en ese espacio, cual si fuesen pequeños pájaros, una de ellas es Soledad Quintero, otra es Elsy Murgas, Esmeralda Rubio y qué decir de la “Cacha” Beatriz Aponte. En ese espacio relajado, todas ellas se hacían una sola en torno a un sentimiento noble propio en Chalía: La Amistad. Muchas de esas mujeres se prendaban cual colibrí a lo dulce de la esencia de Chalía, como si quisieran llenarse todas de lo que era ella: amable, sabia, jocosa, elegante, amorosa, buena madre y dulce, muy dulce como ese néctar que persigue el colibrí.
La atmósfera era sobre acogedora, no me quería ir. Cerré los ojos para eternizar esos momentos y finalmente me dormí extasiada entre el aleteo de tanto chupaflor. De repente, desperté de manera abrupta y muy nerviosa. Eran las once y cuarenta de la noche de finales de noviembre del año 1996. Un aparatoso estruendo rompía lo apacible y lo transformaba en un terrible caos. Esa puerta, esos espacios de recibo se hicieron un licuado. Todo quedo hecho pedazos en un abrir y cerrar de ojos.
Esa mujer de mirada verde aceituna, quien meses antes se había enfrentado a una delicada y riesgosa operación del corazón estaba de rodillas en un costado de la casa, clamando a viva voz su Salmo predilecto: “¿De dónde vendrá mi Socorro?” A lo que ella misma, con una férrea actitud de fe, se levantaba y se respondía: “Mi Socorro viene de Dios, el que hizo los cielos y la tierra”.
Era impresionante ver a esa mujer de bata y pijama bordada, empapada por el polvorín, allí parada tomada de la mano de su hija Josefina. Era una escena aterradora, pero ella con esa tranquilidad en medio de la turbulencia exclamaba a viva voz: “¡Ay si esos que pusieron la bomba supieran el alivio que siento. Tanto cuidá paná, tanta maricá, tanta pendejá paná!” La única pérdida que lamentaba fue la destrucción de aquel retrato que sobre ella realizara Willy Ramos, no porque atesorara la imagen de sí misma, sino por el mágico colorido que le había regalado un artista de esa talla, que alegraban ese espacio en el que ella a todos recibía tanto en el día como en la noche. La observé largamente y en mi mente se recreaban unos pasajes de sabiduría escritos por un hombre en el Libro de la Vida. Era ver ese personaje en pie, solo que esta vez era verlo en empaque de mujer.
Sigo allí, en la Casa de Rosalía. Abro y cierro nuevamente mis ojos para hallarme nuevamente en la puerta de entrada que, para mi sorpresa, está abierta. A pesar de todo, las puertas siguen abiertas y reciben sin escatimar a todo aquel que quiera llegar. Ya no están aquellos muebles finos, ni el cuadro colorido; en reemplazo, abundan las mecedoras y ahora son otros los cuadros, son los cuadros de su amado hijo Celso. Chalía como buena mujer de pensamiento liberal animaba a su hijo a pintar lo que lo a su juicio y parecer le viniera en ganas hacer. Checho, como apodaba de cariño a su hijo, pintó y pintó sin escatimar el carácter medieval del territorio en que se hallaba. Bástale con contar con el apoyo de ella, su madre, para pintar y pintar sin miedo al rechazo. Chalía lo contempla entre contenta, enternecida y abrumada por la osadía de su hijo de querer romper a punta de brochazos y fotos los tabúes propios de una tierra pastoril, exclama: “Ay mi hijo, ay mi Checho a ti no te da miedo nada, pobre mi Checho que se parece tanto a mí”.
Los años 90 pronto se fueron acercando al esperado año 2000. Allí estaba Rosalía, en una tarde apacible, sentada en su mecedora preferida dando puntada tras puntada en la técnica de punto en cruz. A su lado se encontraba su propia estampa, era ella, Josefina, su única y amada hija a la que de cariño apodaba Fina. Recordaban esa tarde aquellos momentos en que la llevase a estudiar a Bogotá en aquel colegio que llamaban Cardenal Pacelli. Sus ojos adquieren un brillo que exalta el matiz esperanza que cubre su retina y exclama: “Tan pendeja yo, si fuera hoy, yo no te diría nada, hacé lo que te dé la gana Fina” y así, esa tarde con tamaña sentencia Josefina cogió maletas y se dejó llevar por aquella invitación que le hiciera Consuelo Araujo Noguera, la mujer que apodaban La Cacica, para irse con ella a la ciudad de Bogotá a enfrentar el reto de revolucionar juntas todo lo contenido en ese edificio del centro de la capital desde donde despacha el Ministerio de la Cultura Nacional.
El 2004 pronto se hizo presente y con su llegada el gran corazón de Rosalía se debilitaba. El templo en que moraba su espíritu se fue haciendo frágil con el paso de los días, era el conteo regresivo de los tiempos, los respiros y suspiros de la dulce Chalía en este plano de su vida que se iban descontando con el paso de los días. A su lado su amado esposo, Pepe, quien nunca se desprendió de su costado en su estado convaleciente. Al otro lado, ellos, sus amados hijos. Sus cuatro mosqueteros: Guillermo, Celso, Josefina y Juan Manuel, quienes parecían querer impedir la caída inevitable de las partículas que forman parte de ese reloj de arena que comprende el conteo regresivo de la vida misma. Celso pintó y pintó, la fotografió como si quisiera congelar en vida la esencia misma de quien le diera vida a él. Josefina conmovida, sus planes futuros de vida cambió desde aquel instante. Ante sus ojos, y los de todos, Rosalía dio su último respiro y expiró. Partió aleteando al mejor estilo del colibrí, voló y voló en línea recta al encuentro de ese néctar eterno que sobrepasa todos los sabores y entendimientos.
Suspiro profundo. Es el año 2018, me encuentro nuevamente allí, en esa puerta de fama de puertas abiertas. Está cerrada por aquello de la inseguridad que azota en estos días la tierra macondiana. Toco y me abre una mujer igualita a ella; Rosalía pareciera ser la que me recibiera, pero no, no es ella, es su amada hija Josefina quien con su sonrisa impregna la dulzura que caracterizaba a su progenitora. Ahora la casa se llama literalmente así: Casa Rosalía y es un hotel boutique. Josefina es la anfitriona, me recibe y me adentra a los espacios que parecieran intactos con un detalle mágico. Ya no está el piso de baldosas donde se recibía a la romería de gente; ahora son jardines que contienen espíritus con aroma a rosas, abundan las jaulas de puertas abiertas que cuelgan de los árboles, de las habitaciones y rincones. Abundan los colibrís, que sin miedo se pasean sabiendo que existe néctar en cualquier lugar de allí. En cada habitación hay naturaleza y flores pintadas en las paredes; son los trazos del Checho, amado de Chalía, quien no cesa de pintar como si esos trazos representaran la fragilidad y dulzura de su madre.
Me siento embelesada en el mismo lugar de aquella vez que muy temprano llegué recién desembarcada de aquel Tren de los Buenos Tiempos. Al frente hay una mesa que contiene entre sencillos detalles uno en especial, un libro promovido por el Ministerio de Cultura que se titula: “Homenaje Nacional de Música Popular 2001”. Hace honor a la vida y obra de Emiliano Zuleta y Leandro Díaz. La presencia de ese libro revela uno de los tantos frutos que generó la abnegación y entrega de esta mujer que apodan Fina quien, por doce años en aquel Ministerio, se la pasara estimulando, promoviendo, enalteciendo, fortaleciendo, edificando, rescatando todo lo que significare cultura y en especial dándole la importancia y lugar a su cultura propia: La Vallenata.
Una limonada con aroma a rosas irrumpe y moja el paladar, como acto de cortesía y atención, ante el caluroso y conmovedor instante, atiborrado de sentimientos y recuerdos, mojado entre el néctar que se aprecia contenido en el marco de ese cuadro sostenido en la nada, que enmarca la vida misma de la madre naturaleza que le dicen Pachamama, en contraste con las lágrimas sentidas de esta mujer que apodan Fina, quien me mira fijamente al igual que mi bisabuela, hasta cegarme, sonríe dulcemente y exclama: “Nada debe estar en jaula aquí, esta es una Casa de Puertas abiertas como lo fue siempre en vida mi padre Pepe Castro y mi madre Rosalía”.
PD: Esta columna es un homenaje a Josefina Castro Daza, mujer visionaria que renunció a una vida de holgura y privilegios, sin afujías y desvelos en el exterior, por mantener viva la memoria de una abnegada mujer que dio su alma, vida y corazón a estas tierras vallenatas… A ti Rosalía, larga vida a tu legado y memoria. A ti Josefina, un espaldarazo y dulce abrazo de mi alma a la tuya para que no claudiquen esos anhelos de tu romántico corazón.