Autora: Amanecer

Tengo tantas y tantas cosas en mi interior que aún no sé cómo me soporto.

Pasé, de ser fuerte, a convertirme en una persona indolente; viendo cómo la vida de mi familia se desmorona. 

Trato de entender y de decirme que no soy indolente, solo que sentí la necesidad de alejarme para no dejarme arrastrar por un núcleo donde ahora todo es gris turbio y sin vida. 

No saben lo duro que es mantenerme alejada y a la vez sentirme frustrada. No saben cómo quisiera tener la serenidad suficiente para dar calma y paz a quienes me rodean; pero también me encantaría, más que a nada en el mundo entero, tener mucho, mucho, mucho, muchísimo dinero para así solucionar los problemas de mis seres queridos; quienes sí son queridos así ellos me vean a mi como la indiferente del paseo.

No logro entender aquellas personas que dicen que el dinero no da la felicidad. Pues bien, para mí, si no da la más mínima felicidad por lo menos es el vehículo que te deja muy muy cerca.

Cada vez que reviso mi interior (no lo hago con mucha frecuencia, pues no me gusta lo hay dentro) me doy cuenta de que me duele no tener contacto con mi familia porque me molesta que todo lo vean oscuro. Noto también que he pasado mucho tiempo complaciendo a los demás y que estoy aferrada a la familia de mi pareja por una extraña seguridad que me generan. Y no es esa seguridad que da paz, es solo esa seguridad que te habla al oído y te dice: “sí vez, tu nevera y tu alacena están llenas; tu hija, en medio de la economía modesta que se maneja, no le hace falta nada y a ti, aunque no estés del todo satisfecha, ¡pues nada! tienes un hogar por el cual debes luchar”. 

Más bien es una casa, un techo, el cual siento la obligación de cuidar para seguir teniendo eso que muchas quisieran tener. “Qué malagradecida soy”, repito en mi interior cuando veo que todo lo que tengo no es del todo mío, que no puedo tomar del todo decisiones; pero vuelvo a recordar que estoy mejor que las demás.

En medio de este aislamiento, he notado que me encanta que el mundo se haya detenido, que todos estemos en la casa. Hay momentos en los que la rutina me mata; pero igual me gusta de una extraña forma estar en mi casa: aislada, sin tener que salir a luchar y tener que ponerme mi armadura de mujer fuerte.

Eso es algo que también me reprocho. Soy así: me disgusta todo de mí; pero es inevitable el reproche o sentimiento de culpa, pues allá afuera hay un sinnúmero de personas queriendo retomar sus vidas yo solamente me quiero quedar bien guardada en el último rincón del mundo donde nadie me vea, donde nadie vea los kilos demás que he ganado.

Descubrí que no quiero volver a mi trabajo. Otra vez aflora la malagradecida que hay en mí; pero no sé por qué ya no quiero seguir en lo mismo. No sé como cortar los lazos sin, nuevamente, ser yo una malagradecida. No dejo de pensar en las personas que me han dado la oportunidad de trabajar, porque no quiero ser desagradecida. También pienso en las personas que no tienen empleo; pero sé, y soy consciente, que lo que hago no me hace feliz; es decir, el trabajo no es deshonra solo que quiero cerrar un ciclo. Por otro lado, siento que soy la mujer fuerte que tiene que salir a trabajar para demostrarle a sus familias (consanguínea y política) que soy fuerte, que no soy ninguna floja, que nada puede conmigo y que, a pesar del cansancio, yo siempre gano.

Hace unos días, unas de mis sobrinas (tengo varios sobrinos; pero ella es la única hija que dejó mi hermana menor, quien ya hace unos años falleció) me envió un mensaje de texto en donde me soltó la bomba de su embarazo.

Saben, esa noticia fue extraña, dura, difícil de asimilar. Incluso escribiendo estas líneas, no lo puedo creer y sí, está bien, ella no es la única ni la última adolescente en embarazo; pero de verdad aún hoy, en pleno siglo 21, esa noticia no es fácil de digerir.

Nuevamente se alborotan mis emociones, vuelvo a recordar lo mala persona que soy, pues alguna vez le dije a mi hermana que, si ella llegase a faltar, yo cuidaría de mi sobrina. No lo hice por peleas, por orgullos, por soberbias y por todas las excusas habidas y por haber. No lo hice, falle como hermana, también como tía. Me resigné y me conformé solo con tener una comunicación con ella a través del celular y me acostumbré a sus cortas visitas esporádicas; pero no era culpa de ella, solo debía obedecer a su papá.

Escribo y escribo y cada vez descubro que me duele el interior. No sé si será mi alma, pues me cuesta ver que en mi interior hay algo que genera emociones.

¡Duele! Duele mucho no saber que va hacer mi sobrina pues, aunque parece tener claro (según nuestra conversación) que ella va a sacer adelante a ese bebé, a mí me asusta saber que este embarazo la agarro sola, sin su mamita.

Estoy asustada. Por mi entorno familiar y el de ella. Sobre todo, estoy asustada por mi falta de carácter, porque no sé cómo afrontar y enfrentar la vida porque alejarme tal vez es huir y eso sí que lo hago muy bien.

Tengo miedo de mí, pues no sé qué le voy a ofrecer a mi hija. Me siento sola, aún me duele la pérdida de mi hermana. La sensación de injusticia lastima, duele y aunque me quedan dos hermanos más, un papá y una mamá; me siento sola, me siento mal; porque no estoy orgullosa de nuestra comunicación ya que siento como si no fuera parte de ellos, como si no perteneciera a la misma familia.